Ahora que todos han ido, todos han vuelto y todos con medalla, bajo la perspectiva de la imagen anterior, una escalofriante e hiperrealista obra de Ron Mueck, uno solo tiene tres opciones como diría el matemático, partirse de risa o no.
Dicen de un piloto, que ante su primera hora de vuelo programada, recibe el consejo amoroso de su madre,(desde aquí: la mano que mece la cuna): "VUELA BAJO y despacito". Todo lo contrario que en interminables años, había aprendido en la academia de aviación de las fuerzas armadas, ante el nerviosismo y memorizar protocolos internacionales de vuelo sobre su inminente bautismo aéreo, se sumaba la contradicción de ese hijo que goza de la especial predilección de la mano que mece la cuna y lo aprendido en su carrera, la mano que mece la cuna con su proteccionismo mal entendido, había dirigido al joven aviador a una catástrofe segura y no en su primer vuelo.
La mano, no obstante, como dice Franco Zavate en Lenguologo, nunca está sola, son muchas como ella que mecen otras cunas... son otros tantos niños mecidos que, desde la cuna, se siguen, se observan, yo diría, que hasta se miran altaneros por encima del capazo.
El niño mecido siempre sueña con tiempos mejores, mientras soporta, todas las beligerancias posibles que la mano pueda acometer contra la cuna. A veces la condena, otras la justifica, otras le es indiferente, ni el mismo niño se entiende, no se esmera en hacerlo, la mano ha sabido aletargar, seducir con destreza de manual, al niño que no termina de crecer, a ese que aún no llega a dar sus primeros pasos.
El niño se imagina más allá de su cuna, corriendo libre, cayéndose libre y levantándose autónomo, y esa quizá sea su más grande frustración, saber y no poder o no deber, nunca antes, sienten ellos, fue tan difícil salir de la cuna. Y la presión por alcanzar la excelencia a la que nunca llego la mano les mantiene secuestrados de por vida.